Viene conmigo desde lejos
Un tiempo azul que grita y se lamenta
En saliva disforme y espuma blanquecina
Parece que se acerca el horizonte
Pero soy yo el que va con él
Y no se frena
Soy yo el que espera
Pensando cada ola como un refugio en la tierra
Que contra la misma tierra
Más tarde o más cerca, se rompe
Pepito Vila
Café Solo
Revista Literaria (o de Expresión)
sábado, 1 de junio de 2013
miércoles, 13 de marzo de 2013
Dos escritos de Marco Otálora
El niño que pintó su propia vida
Me encontré a un niño que pintaba en una habitación pequeña con forma de esfera cerrada. En una mano llevaba una paleta con machas de colores grandes como cubos, y en la otra un pincel fino que dibujaba trazos de un grosor imposible. El niño deslizaba su bracito con dejadez, y pintaba en la pared líneas continuas e infinitas, sin alzar nunca el pincel. Recorría con pintura aquella cúpula integral y diminuta, esa habitación de perspectivas circulares que en principio era negra y que poco a poco, progresivamente y sin descanso, se iba tiñendo de colores alegres y diferentes, tonalidades que variaban extrañamente sin que las cerdas dejasen de acariciar el muro. Hubo un clímax de colores entrelazados que convivieron un soplo de tiempo con la tiniebla. Vi aquel espacio desde dentro y desde dentro lo vi por fuera, lo pensé como un huevo totalmente esférico o una canica grande que alguna vez encerré en mi puño. Fui consciente de que no había puertas. Vi que el niño se hacía viejo y supe que de algo joven puede nacer algo muy antiguo. Los trazos de colores se enmarañaron y se anudaron entre sí, iluminándose, olvidando en un pasado remoto la definida ausencia de color. Diles que me voy, me dijo, que ya todo es blanco.
Un acto sencillo y humano
A Javier Mendieta, por su disertación ludópata
Desgarrar un corazón es siempre un acto sencillo. Ya sea en la base o en la parte superior del mismo, se marca una cruz cortante que apenas rasgue los recuerdos, utilizando un rencor afilado o un silencio preciso. Se despliegan las cuatro esquinas de ternura para despegarlas del resto, usamos una ausencia bien limpia o una pasión ya fría, y tiramos lentamente, con delicadeza. Sentimos la resistencia que algún buen recuerdo nos opone, algo compartido que con insistencia también se desgarra. Desnudamos el corazón y queda una fruta palpitante que desconocíamos, una flor abierta y limpia. Un acto sencillo y humano que nos ayuda a conocernos, que nos revela lo que ya sabíamos. Que vuelve sangre lo que ya era sangre.
Marco Otálora
miércoles, 9 de enero de 2013
El silencio no encuentra el acento
A Mario y a Álex. A Florencia y a Madrid
El silencio no encuentra el acento
del Origen
y me duele el mundo en la distancia
entre costado y costado
como le debe doler al tiempo
el peso de mi transparencia.
No me refiero a las flores de ceniza,
ni a las nueve noches henchidas
de caballos en el Arno.
Hablo de la mutua transparencia
de tres,
de semillas desesperadas
y retinas astilladas.
Quiero deciros, pero se me enquista
vuestra tinta
en la garganta.
Quiero llorárosla, a ella, al silencio.
Al Origen.
Quiero que contéis la distancia entre costados,
el peso de mis entrañas en la boca de sus perros.
Mis venas enraizadas en sus ojos.
Sangre negra del ataúd
del pájaro extranjero.
Javier Mendieta
sábado, 22 de diciembre de 2012
El vuelo del capitán
Mi abuelo contaba que le pesaban los pies y que, de nervioso, el sudor le regaba las rodillas aún desnudas y flacas -aunque siempre fueron flacas, pero lo eran más por aquel entonces-. Que el vino opacase la mitad justa del chato era una constante en sus historias, y ahogar el resto era superfluo. Siempre puedo servirme más, no tengamos prisa, decía. Así era como contaba sus batallas y sus juergas, con la bota no muy lejos y en presencia de alguna mujer guapa que sin escuchar oyese, y si no la había y tenías suerte, las revivía sólo para ti, que a veces no eras mujer, pero siempre eras guapo, porque en mi familia no hay ni feos ni maricones, o eso solía decir mi abuela hace ya algunos años. Recuerdo ese día por dos cosas, o mejor dicho y escrito, recuerdo dos cosas de ese día, que me gustó aquella historia contada entre vinos y que fue la primera vez que mi abuelo me llamó, mirándome directamente a los ojos, como ahora nos miramos las personas mayores cuando es pertinente apartar la vergüenza o dejarse los juegos a un lado, y cuando estaba lo suficientemente cerca se acercó aún más y me dijo: “zagal, mira al techo”. Y cuando miré, pegó un tirón de mis calzoncillos hacia él y me escupió en la picha. No recuerdo cómo reaccioné, si reí o lloré, supongo que lloré, yo era más de llorar, pero él reía, evidentemente. De lo que sí estoy seguro es de que no falta ninguno de los que en su tiempo fuimos niños por sobrevivir a sus bromas. Entonces, después de la escupidura, dio otro sorbo de vino y comenzó, mientras mi abuela se apiadaba a voces no tanto de mí -y mucho menos de mis genitales- como de mis calzoncillos sucios, a contar su mayor hazaña.
Llovía, y los otros zagales y yo llevábamos los bolsillos cargados de barro. De vez en cuando me quedaba el último del grupo y lanzaba bolazos a algún despistado, para que espabilase. Nos parecía divertida casi cualquier cosa, daba igual si era real o inventada, juego o castigo, todo nos parecía lo mismo arropados en una infancia que creíamos eterna. Yo era el más arrojado de todos, quería serlo todo. Ser el más fuerte, el más guapo y mayor, y en realidad, hace tiempo que entendí que por fortuna era, y sigo siendo, el más niño. Por eso, por arrojado, los del grupo me llamaban capitán y me seguían a todas partes. Cuando nos aburríamos, mandaba a alguno de los críos, al más vergonzoso normalmente, a hablar con las zagalas. Pobrecillo, eran malas con él, que nunca supo tratarlas, tampoco de mayor. Pero ese día me la devolvió, joder si me la devolvió. Encontramos una casa en medio de la nada donde había un corral. Uno de sus muros rugosos y grises nos pareció algo así como un gallinero, así que subimos al tejado a ver si desde allí podíamos apedrear unas cuantas gallinas. Nos subimos uno detrás de otro, con el descaro y la inconsciencia que conservábamos por entonces. Visto desde fuera aquello parecía el peor hurto del mundo, con quince niños y quince paraguas subiéndose a un gallinero en plena tarde de verano. Subimos, todos. Estando ya arriba miramos el terreno, el suelo, ya más abajo de nuestros pies, con nuestras caras sonrosadas por el esfuerzo de trepar y de ser niños. Pero entonces no nos costaba tanto serlo, y menos trepar. Lo miramos como ahora os veo a vosotros, a todos los que han venido después y que en parte sois míos, mis niños, siempre seréis mis niños, pero aún no os habéis dado cuenta. Mi abuelo hablaba en plural, porque es en plural como se ama a la familia, interaccionando siempre con todos al mismo tiempo a través de cualquiera de los que formábamos aquel plural que todavía no comprendíamos del todo, al menos yo no lo comprendía del todo, puede que sí mi madre, o sus hermanos, que eran los miembros mayores en aquella forma de hablar en la cual todos parecíamos niños, y en cierto modo lo éramos. Mirábamos emocionados, porque aún sin haber encontrado gallinas, habíamos subido todos juntos al tejado. Mirando el barro se me ocurrió. “Ahora hay que saltar”. Recuerdo que me miraban sorprendidos, en alguna de las caras vi miedo, y cuando lo vi, añadí “pero se puede utilizar el paraguas para frenar, así no nos podemos hacer daño”. Todos se miraban entre sí, alguno estaba dispuesto y me di cuenta. Me acerqué a los más valientes, que a su vez se intentaban alejar de mí. “Vamos, no tengáis miedo, no va a pasar nada”, dije. Uno de ellos me miró directamente y dio un paso al frente, ya lo tenía, iba a hacerlo, y fue en ese momento cuando el vergonzoso, que estaba detrás de mí, empezó a canturrear algo que en un primer momento no conseguí escuchar. En cuestión de segundos el canturreo se extendió entre los demás zagales que estaban a mi espalda y cuando ya era perfectamente audible consiguió asustarme. Coreaban todos a una voz, todos mirándome y yo mirando hacia ellos. Al poco me giré y puse mis pies sobre la cornisa, con las puntas de los zapatos suspendidas a un par de metros del barro. Por un momento, mientras lo abría, me sobrevino una fugaz esperanza de que el paraguas funcionaría y frenaría mi caída; de que no tendría que explicar en casa cómo había ensuciado toda mi ropa más de lo habitual. Reconozco que cerré los ojos, pero no sin antes mirar directamente más allá de mi espalda, donde se encontraban mis traidores y mis verdugos, todos unidos en una sola voz, coreando entre risas: ¡que se tire el capitán, que se tire el capitán!
Alejandro Marín Reñasco
domingo, 9 de diciembre de 2012
Carta de Julio Cortázar a Juan José Arreola (1954)
Querido
Arreola: Hace varias semanas Emma me mandó sus dos libros, y al
abrirlos me encontré con unas dedicatorias que me llenaron de
alegría. Pero todo eso es nada al lado de la alegría de leer los
cuentos, a toda carrera primero y después despacio, tomándome mi
tiempo y sobre todo dándoles a ellos su propio tiempo, el que
necesitan para madurar en la sensibilidad del que los lee. Ya habrá
observado que uno de los problemas más temibles de los cuentos es
que los lectores tienden a leerlos con la misma velocidad con que
devoran los capítulos de una novela. Naturalmente, la concentración
especial de todo cuento bien logrado se les escapa, porque no es lo
mismo estirarse cómodamente en una butaca para ver Gone with
de Wind que agazaparse, tenso, para los dieciocho minutos
terribles de Un chien andalou. El resultado es que los
cuentos se olvidan (¡como si pudiera olvidarse Bliss,
como si pudiera olvidarse El prodigioso miligramo!) ¿No
deberíamos fundar una escuela para educación de lectores de
cuentos? Empezando por quitarles de la cabeza todas las ideas
recibidas que existen desgraciadamente sobre la materia,
rehaciéndoles la atención, la percepción y hasta los reflejos. Ya
es tiempo de que en las universidades se cree la cátedra de cuentos,
como suele haberla de poética. ¡Qué estupendas cosas se podrían
enseñar en ella! Por lo demás los primeros colaboradores de la
cátedra (como alumnos o profesores) deberían ser los mismos
cuentistas. Es curioso que muchos de ellos no han reflexionado jamás
sobre el género. No hablo de la reflexión estilística, pues no es
imprescindible, sino de esa meditación primaria, en la cual
colaboran por partes iguales la inteligencia y el plexo, y que
debería mostrarle al cuentista lo riesgoso de su territorio, su
complicada topografía, y la responsabilidad que supone. El cuento
está desprestigiado por los cuentos. ¿Ha visto usted lo que se
publica habitualmente en las revistas? Para uno bueno, para un cuento
que caiga parado como un gato de un cuarto piso, el resto o son
recortes de una situación mucho más extensa (las tijeras son la
haraganería del escritor, o su incapacidad para seguir adelante), o
difusos tratamientos de cualquier tema, bueno o malo; lo que en
realidad estropea a estos últimos es siempre la falta de
concentración, de "ataque". Y me parece que lo mejor
de Confabulario y de Varia Invención nace
de que usted posee lo que Rimbaud llamaba le lieu et la
formule, la manera de agarrar al toro por los cuernos y no, ay,
por la cola como tantos otros que fatigan las imprentas de este
mundo. Y por eso acabo de leer sus cuentos -y releer los que más me
gustan, y después superleerlos, que consiste en leerlos en el
recuerdo-, y estoy contento. No por una razón hedónica, o porque me
agrade saber que usted es un gran cuentista, sino porque vuelvo a
sentirme seguro de que usted, de que yo, y de que otros cuya lista me
ahorro porque usted la conoce de sobra, no estamos equivocados en el
enfoque del cuento que hemos elegido y por el cual seguimos andando.
Los franceses, por ejemplo, se equivocan de medio a medio en su
tratamiento del cuento. ¿Cómo decirlo? juegan al futbol en vez de
torear, someten la materia narrativa a una serie de evoluciones y
combinaciones complejas, a largo plazo, es decir, aplican la técnica
privativa de la novela y que en ella da resultados maravillosos (que
lo digan Balzac, Stendhal y Proust). Porque no ven -y esto es
capital- que el cuento es una cuestión de lenguaje formando cuerpo
con el relato, y entonces escriben sus cuentos exactamente con el
mismo lenguaje más o menos discursivo de la novela. Pero dando un
paso más abajo, no cuesta ver que ello sucede porque el impulso
motor del cuento es novelesco, y ahí está la gran macana como
decimos en la Argentina, ahí está la burrada sin perdón, creer que
un cuento, que es el diamante puro, puede confundirse con la larga
operación de encontrar diamantes, que eso es la novela. No me gustan
las fórmulas pero me parece que aquí tengo razón: un cuento es
siempre el vellocino de oro, y la novela es la historia de la
búsqueda del vellocino. La novela es una maravilla, pero su técnica
malogra el cuento. Todo esto se lo decía yo a Emma en otra carta,
pero me gusta repetírselo a usted al correr de la máquina, porque
además tengo las pruebas más sólidas posibles que son sus cuentos.
En sus libros hay cuentos de ensayo (y usted me lo previene en Varia
Invención, donde habla de "balbuceo"), donde se ve
cómo anda buscando el tono justo, y a veces no lo encuentra y el
cuento se queda con una pata en el aire ("El Fraude", por
ejemplo, y no sé si usted estará de acuerdo). Pero la casi
totalidad en los cuentos de ambos libros dan de lleno en el blanco.
Se lo siente desde la primera línea. No se puede decir cómo, es una
cuestión de tensiones, de comunicación. Yo creo que el
blanco debe sentir una cosa así, según que la flecha lo alcance en
los bordes (dos puntos) y el pleno centro (50 puntos, y a veces uno
se gana un pollo). Es fulminante y fatal. Y empiezo a leer "De
balística" -no crea que lo cito por asociación con las flechas
y el blanco-, o "El lay de Aristóteles", y se acabó:
instantáneamente pasa la corriente, se establece el circuito, y ya
se puede caer el mundo encima que no soy capaz de sacar los ojos de
la página. Yo creo que detrás de todo esto está ese hecho sencillo
(y por eso tan inexplicable) de que usted es poeta, de que usted no
puede ver las cosas más que con los ojos del poeta. Conste que no
insinúo que sólo un poeta puede llegar a escribir hermosos cuentos.
En rigor el cuento es una especie de parapoesía, una actividad
misteriosamente marginal con relación a la poesía, y sin embargo
unida a ella por lazos que faltan en la novela (donde la poesía vale
apenas como aderezo, y es siempre una lástima por la una y por la
otra).¿Cómo le vienen a usted los cuentos? Yo, que incurro además
en la poesía -por lo menos escribo poemas-, no he podido advertir
hasta hoy diferencia alguna en mi estado de ánimo cuando hago las
dos cosas. Mientras escribo un cuento, estoy sometido a un juego de
tensiones que en nada se diferencian de las que me atrapan cuando
escribo poemas. La diferencia es sobre todo técnica, porque los
"cuentos poéticos" me producen más horror que la fiebre
amarilla, y estoy siempre muy atento a que lo que ocurre en mis
cuentos proponga al lector una estructura definida, una realidad
dada, por irreal que sea para los ojos del lector de periódicos y
los seres con-los-pies-en-la-tierra (¿qué son los pies, qué es la
tierra?). Si encuentro en sus cuentos una fraternidad que me emociona
y me hace desear ser su amigo, es precisamente esa soberana frescura
con que planta usted sus árboles de palabras. Los planta sin el
rodeo del que prepara literariamente su terreno y "crea una
atmósfera", como si la atmósfera no debiera ser el cuento
mismo, la emanación irresistible de esa cosa que es el cuento. Un
Henry James es un gran cuentista, pero sus cuentos son siempre hijos
de sus novelas, están sometidos a la misma elaboración
circunstancial previa, esa técnica de envolver al lector antes de
soltarle el meollo del cuento. Cuando usted escribe "El
rinoceronte", le basta la primera frase (¡qué perfecta!) para
que uno se olvide que está sentado en un sillón en un segundo piso
de la rue Mazarine (una linda calle, créame) y que dentro de 10
minutos le van a avisar que la comida está pronta. El
"extrañamiento", el traspaso al cuento es fulminante.
Usted es una hormiga león, si son las hormigas león las que hacen
un embudo en la arena para que sus víctimas resbalen al fondo.
Cuatro palabras y zás, adentro. pero vale la pena ser comido por
usted.
Como
esta carta no es una reseña, no le hablaré en detalle de todo lo
que podría surgir de mis lecturas. Pero hay algo que, por ser tan
infrecuente en nuestra América, me interesa señalarle. Me gusta su
brevedad. Quizá con excepción del "El cuervero", tan
sabroso para un argentino que se queda maravillado de los giros, de
la plástica de ese idioma que hablan las gentes mexicanas, creo que
sus mejores cuentos son precisamente los cortos. Me asombra lo que
usted es capaz de conseguir con tan poca materia verbal. "Sinesio
de Rodas" por ejemplo -que como otras cosas suyas me hacen
pensar en Borges, y creo que no es poco decir-, y es conmovedor y
hermosísimo "Epitafio", que me trajo a mi François Villon
de cuerpo presente, enterito con toda su dolida humanidad que sigue
bailando aquí, cerca de mi casa, en las callejuelas de la place
Maubert, antiguo refugio de truhanes y putas opulentas y
sentimentales.
Podría
seguir diciéndole tantas cosas, pero no quiero aburrirlo. ¿Nos
veremos alguna vez? Si no viene usted por aquí, escríbame algún
día que tenga ganas. Yo le iré mandando lo que publique, que será
poco porque en Argentina las posibilidades editoriales están cada
día peor. En todo caso le mandaré copias a máquina. Y usted
también, mándeme sus cosas. Mi mujer, que ha leído sus cuentos con
la misma alegría que yo, se une a mí en el gran abrazo que le
enviamos, y que usted hará extensivo a Emma, tan buena e
inteligente, y a la muy encantadora Anita y a los Alatorre.
Su amigo,
Julio Cortázar
Publicada originalmente en la Revista de la Universidad de México (Año 2004, Número 1. Dedicado a: Julio Cortázar).
sábado, 1 de diciembre de 2012
Dos poemas de Javier Mendieta
Largo tiempo estéril
Hace tiempo que cerré los ojos,
y ahora me acomodo en la certeza
de saber que si aún te veo
es porque un día te pensé
el alma con las manos.
Rayo de sol vacilante en tu persiana
que sólo roza polvo
presagio de día
apenas
aborto de la mañana
He nacido para ser víspera
de mí mismo.
de saber que si aún te veo
es porque un día te pensé
el alma con las manos.
***
Rayo de sol vacilante en tu persiana
que sólo roza polvo
presagio de día
apenas
aborto de la mañana
He nacido para ser víspera
de mí mismo.
Javier Mendieta
domingo, 4 de noviembre de 2012
explicar qué Soy, etcétera
Yo y él cuando no sos vos
y los otros
los otros que me Soy
y cómo explicar qué Soy, etcétera
lo que mata es siempre más fuerte que un calendario
y la carne, después
de no haber cuerpo ad infinitum
Yo: estás perdida por no buscar dónde encontrarte
dónde encontrarte si no hay nombre, animal herido,
memoria para cerrar los ojos
Yo
Yo y Él con Vos
Silencio, él está al teléfono y Yo
recibo la ausencia que cae desde la voz
Silencio, Vos estás pero Soy Yo
y me busco, de nuevo y otra vez
Soy la Cosa que él no amó y otros amaron
Soy quien escucha debajo de la manta de invierno
y ayer alucinó y rogó: no te vayas
y no se fue, por ejemplo
Soy el padre que negué
el Hombre que abraza a Yo
Estoy Cansada
se parece al amor toda cosa que no termina
¿y la belleza?
¿una juntura de palabras hechas para nadie?
esto parece una película en inglés
los subtítulos no traducen el gesto
la vida de Yo funciona en otro idioma.
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