martes, 16 de octubre de 2012

Por los que quieren salir de la caverna

"El arte de enseñar es el arte de ayudar a descubrir." 
Mark Van Doren



Sin ser vidente ni alguien excepcionalmente despierto, advierto en la figura del profesor universitario actual un grave estancamiento. Es la Universidad, en muchos casos, una institución acomodada cuya infraestructura se sustenta en el vacío, se alimenta de su propia verborrea y de su propia autoconvencida necesidad de existir. Quisiera centrarme, admitiendo siempre las excepciones posibles -y existentes-, y dejando lugar a la más abierta discusión, en la clase docente universitaria, o, más específicamente, en esa parte del todo que sobrevive encerrada en su mundo pequeño, en su pequeña charca de tranquilidad en la que poder croar a gusto y que los demás admiremos su buche henchido. El nuevo plan de estudios que llamamos Bolonia pretende -de forma fallida, por el momento- solventar este tipo de cojeras y rectificar así el desequilibrado paso de la Universidad. Desgraciadamente, disimulando la malformación pero evidentemente fatigada, nuestra universidad padece un problema largo tiempo aceptado por la comodidad y el conformismo reinantes: el papel obsoleto que juega la figura del profesor tradicional, y que nos hace pensar, muy a pesar nuestro, en la figura del docente común que puebla con su mayoría las distintas facultades de la universidad española. Podemos, derrochando tolerancia y consintiendo en exceso, concretar este mal educativo dentro de ciertas áreas del conocimiento -de la enseñanza-, simple y llanamente por atender éstas a una naturaleza de carácter teórico. Y es que la teoría es una capa de turba oscura y fértil para la erección y el sustento del altar que el tótem orador considera imprescindible. Altar cuya función debemos, ante todo, cuestionar.
       Es más que conocido y criticado el desfase existente entre la realidad universitaria y la realidad real, valga la fácil redundancia; como también nos es familiar el desfase que sufren la adaptación teórica y la adaptación práctica del Plan Bolonia. Ambos desfases están, obviamente, relacionados. Hace cuarenta años, la mayoría de estudiantes carecía en su casa -aldea, pueblo, ciudad- de los medios económicos y de los estímulos intelectuales y creativos suficientes para el eficaz desarrollo de una pasión, y los buscaban entonces en la Universidad, «cuna del saber». Actualmente recibimos una infinidad de estímulos que acrecientan nuestra curiosidad y elevan el listón de nuestras exigencias -blogs de calidad, bibliotecas digitales, museos virtuales, viajes a precios asequibles, revistas online... No podemos, por tanto, conformarnos con las fechas del nacimiento y la muerte de Cervantes, el número de países con los que hace frontera España, o el nombre de los diez ismos fundamentales en la Historia del Arte. La literatura española del siglo XX que se imparte en un cuatrimestre (si acaso tres meses, no cuatro), las cinco características generales, los dos o tres autores con sus dos o tres lecturas, pueden superarse con creces en el propio hogar o en la cálida sala de lectura de cualquier biblioteca, donde residen miles de documentos sobre aquello de lo que tanto se ha escrito. Las lecciones magistrales también se leen en Steiner o en Ortega, y de minuciosas obras historiográficas andan los anaqueles llenos. He aquí el desfase.
      Si no aporta: fuera. Si no estimula: fuera. Si no se transforma: fuera. Fuera de este sistema educativo que busca alcanzar dicha transformación de la forma más insensata, irresponsable e ineficaz posible, presionando al profesorado con el cumplimiento de unas bases y de unos tiempos imposibles, que sólo consiguen estrangular la ilusión de unos pocos -a los que no deja tiempo ni medios suficientes para llevar a cabo la ampliación extrauniversitaria, tanto docente como investigadora, que paradójicamente se les exige-, y acrecentar la ambición y la fría competitividad de los muchos, quienes hacen desembocar la carrera del Profesor en la más despreciable corrupción, aquélla que falsifica las vocaciones y ahoga los entusiasmos. Un sistema que convierte a profesores en gestores, políticos y trepadores sin alma, viles coleccionistas de certificados y proyectos a medias. Los medios de comunicación e información digitales -junto a la interiorización del buen sentido común para su uso-, la más pura e instintiva curiosidad y los libros -sobretodo los libros-, pueden fácilmente sustituir al reproductor verbal autómata, e incluso al reproductor verbal pensador, que haría mejor en serenar y ordenar sus reflexiones para volcarlas luego en un medio de consulta, si de verdad les encuentra un auténtico valor y no únicamente el que tienen como masa de relleno para su curriculum. Quede constancia entonces de que no me remito a la tan malinterpretada escuela de la vida, sino al verdadero mundo parauniversitario que nos rodea. Y si de la parte práctica que corresponde a la adaptación del nuevo plan de estudios sólo vemos el tuétano que debería rellenar los huesos que deberían formar el esqueleto que debería sostener la renovación universitaria, es porque los profesores no son decretos, ni recortes en el horario lectivo, ni modificaciones absurdas en el nombre de las titulaciones. Forman parte del género humano, cuya cultura -tradición, costumbres- no puede ser radicalmente transformada por muy autoritario que suene el plazo límite de adaptación. Se ha pulsado un interruptor para modificar de un modo inmediato la mentalidad de aquéllos que se encargan de la enseñanza superior universitaria. Nada más absurdo.
    Me remito al mal mayor que suponen la autocomplacencia y el sentimiento de imprescindibilidad (no cabe duda de que estos pobres animales nos necesitan, dijo el pastor) que infectan la institución universitaria, desde las altas esferas políticas y gestoras que nada tienen que ver con el alma de la institución, hasta esos profesores contra los que afino mi puntería. Me dijo un hombre bueno, además de buen profesor, que aquellos maestros "imprescindibles" no deben ser más que un pretexto para el alumno, y que donde sólo ven sus propias ideas deberían pregonar la superioridad de todo lo que esté más allá de ellos mismos, con la humilde finalidad de inculcar en los estudiantes la ambición y la curiosidad de descubrir lo que está lejos y además velado, abatiendo así el atrasado ombliguismo y dándoles la oportunidad de juzgar personalmente. Pero no obviemos, ingenuamente, la falsa comodidad del provincianismo que cargamos adherido a nuestras espaldas, tradicional y atrasado hispanocentrismo español.
      La figura del profesor actual sólo debería ser entendida como una forma de enlace humano y dialéctico entre la materia de estudio y el alumno. Todo aquello que esté por debajo del debate, del diálogo, del estímulo de la curiosidad y del potencial creativo del estudiante, de la agresiva provocación intelectual... hace más que prescindible al profesor, es decir, lo hace rechazable. Pues si no es capaz de dinamizar y dar vida a una relación bibliográfica enfrentada a un grupo de personas más o menos interesadas (el menos es otra historia), supone solamente una pérdida de tiempo, un gasto innecesario de dinero, una desmoralización del alumno que no encuentra en lo que se vende (y se compra) aquello que pomposamente se anuncia. La otra historia del menos, del alumnado naturalmente desinteresado, quiero dejarla esbozada apuntando que la purga de profesores impersonales y raídos supondría, entre otras cosas, la selección natural del alumnado, que afrontaría un papel activo y no el actual baboseo pasivo que impera en las aulas -por el que fácilmente se pasa con tal de obtener un título-, una apología de la vocación y una mayor estima del interés. El docente reproductor verbal que tan lenta e irreflexivamente combate Bolonia, el defensor a ultranza de la banal retroalimentación que convierte sus lecciones magistrales en un vulgar abrevadero, al margen del amor que procese por su disciplina, de los artículos que publique en tal o cual suplemento y de la admiración que despierte entre sus colegas (que no son sus alumnos), supone un obstáculo para el estudiante, interfiere en su despertar (tristísima sensación la de perder el tiempo en la Universidad) y demuestra el más grande desprecio ante aquellos que intentamos recorrer la escarpada subida, buscando torpemente la salida de la caverna.
     Me limito, por tanto, a cuestionar el papel de quien trasmite información y no conocimiento, enfrentándolo como si de un espejo se tratase a las circunstancias de nuestra contemporaneidad. Ahora bien, aquí sí cabe la duda. 

Mario Aznar