sábado, 22 de diciembre de 2012

El vuelo del capitán

Mi abuelo contaba que le pesaban los pies y que, de nervioso, el sudor le regaba las rodillas aún desnudas y flacas -aunque siempre fueron flacas, pero lo eran más por aquel entonces-. Que el vino opacase la mitad justa del chato era una constante en sus historias, y ahogar el resto era superfluo. Siempre puedo servirme más, no tengamos prisa, decía. Así era como contaba sus batallas y sus juergas, con la bota no muy lejos y en presencia de alguna mujer guapa que sin escuchar oyese, y si no la había y tenías suerte, las revivía sólo para ti, que a veces no eras mujer, pero siempre eras guapo, porque en mi familia no hay ni feos ni maricones, o eso solía decir mi abuela hace ya algunos años. Recuerdo ese día por dos cosas, o mejor dicho y escrito, recuerdo dos cosas de ese día, que me gustó aquella historia contada entre vinos y que fue la primera vez que mi abuelo me llamó, mirándome directamente a los ojos, como ahora nos miramos las personas mayores cuando es pertinente apartar la vergüenza o dejarse los juegos a un lado, y cuando estaba lo suficientemente cerca se acercó aún más y me dijo: “zagal, mira al techo”. Y cuando miré, pegó un tirón de mis calzoncillos hacia él y me escupió en la picha. No recuerdo cómo reaccioné, si reí o lloré, supongo que lloré, yo era más de llorar, pero él reía, evidentemente. De lo que sí estoy seguro es de que no falta ninguno de los que en su tiempo fuimos niños por sobrevivir a sus bromas. Entonces, después de la escupidura, dio otro sorbo de vino y comenzó, mientras mi abuela se apiadaba a voces no tanto de mí -y mucho menos de mis genitales- como de mis calzoncillos sucios, a contar su mayor hazaña. 
          Llovía, y los otros zagales y yo llevábamos los bolsillos cargados de barro. De vez en cuando me quedaba el último del grupo y lanzaba bolazos a algún despistado, para que espabilase. Nos parecía divertida casi cualquier cosa, daba igual si era real o inventada, juego o castigo, todo nos parecía lo mismo arropados en una infancia que creíamos eterna. Yo era el más arrojado de todos, quería serlo todo. Ser el más fuerte, el más guapo y mayor, y en realidad, hace tiempo que entendí que por fortuna era, y sigo siendo, el más niño. Por eso, por arrojado, los del grupo me llamaban capitán y me seguían a todas partes. Cuando nos aburríamos, mandaba a alguno de los críos, al más vergonzoso normalmente, a hablar con las zagalas. Pobrecillo, eran malas con él, que nunca supo tratarlas, tampoco de mayor. Pero ese día me la devolvió, joder si me la devolvió. Encontramos una casa en medio de la nada donde había un corral. Uno de sus muros rugosos y grises nos pareció algo así como un gallinero, así que subimos al tejado a ver si desde allí podíamos apedrear unas cuantas gallinas. Nos subimos uno detrás de otro, con el descaro y la inconsciencia que conservábamos por entonces. Visto desde fuera aquello parecía el peor hurto del mundo, con quince niños y quince paraguas subiéndose a un gallinero en plena tarde de verano. Subimos, todos. Estando ya arriba miramos el terreno, el suelo, ya más abajo de nuestros pies, con nuestras caras sonrosadas por el esfuerzo de trepar y de ser niños. Pero entonces no nos costaba tanto serlo, y menos trepar. Lo miramos como ahora os veo a vosotros, a todos los que han venido después y que en parte sois míos, mis niños, siempre seréis mis niños, pero aún no os habéis dado cuenta. Mi abuelo hablaba en plural, porque es en plural como se ama a la familia, interaccionando siempre con todos al mismo tiempo a través de cualquiera de los que formábamos aquel plural que todavía no comprendíamos del todo, al menos yo no lo comprendía del todo, puede que sí mi madre, o sus hermanos, que eran los miembros mayores en aquella forma de hablar en la cual todos parecíamos niños, y en cierto modo lo éramos. Mirábamos emocionados, porque aún sin haber encontrado gallinas, habíamos subido todos juntos al tejado. Mirando el barro se me ocurrió. “Ahora hay que saltar”. Recuerdo que me miraban sorprendidos, en alguna de las caras vi miedo, y cuando lo vi, añadí “pero se puede utilizar el paraguas para frenar, así no nos podemos hacer daño”. Todos se miraban entre sí, alguno estaba dispuesto y me di cuenta. Me acerqué a los más valientes, que a su vez se intentaban alejar de mí. “Vamos, no tengáis miedo, no va a pasar nada”, dije. Uno de ellos me miró directamente y dio un paso al frente, ya lo tenía, iba a hacerlo, y fue en ese momento cuando el vergonzoso, que estaba detrás de mí, empezó a canturrear algo que en un primer momento no conseguí escuchar. En cuestión de segundos el canturreo se extendió entre los demás zagales que estaban a mi espalda y cuando ya era perfectamente audible consiguió asustarme. Coreaban todos a una voz, todos mirándome y yo mirando hacia ellos. Al poco me giré y puse mis pies sobre la cornisa, con las puntas de los zapatos suspendidas a un par de metros del barro. Por un momento, mientras lo abría, me sobrevino una fugaz esperanza de que el paraguas funcionaría y frenaría mi caída; de que no tendría que explicar en casa cómo había ensuciado toda mi ropa más de lo habitual. Reconozco que cerré los ojos, pero no sin antes mirar directamente más allá de mi espalda, donde se encontraban mis traidores y mis verdugos, todos unidos en una sola voz, coreando entre risas: ¡que se tire el capitán, que se tire el capitán! 

Alejandro Marín Reñasco 
Firenze, marzo de 2012



domingo, 9 de diciembre de 2012

Carta de Julio Cortázar a Juan José Arreola (1954)


Querido Arreola: Hace varias semanas Emma me mandó sus dos libros, y al abrirlos me encontré con unas dedicatorias que me llenaron de alegría. Pero todo eso es nada al lado de la alegría de leer los cuentos, a toda carrera primero y después despacio, tomándome mi tiempo y sobre todo dándoles a ellos su propio tiempo, el que necesitan para madurar en la sensibilidad del que los lee. Ya habrá observado que uno de los problemas más temibles de los cuentos es que los lectores tienden a leerlos con la misma velocidad con que devoran los capítulos de una novela. Naturalmente, la concentración especial de todo cuento bien logrado se les escapa, porque no es lo mismo estirarse cómodamente en una butaca para ver Gone with de Wind que agazaparse, tenso, para los dieciocho minutos terribles de Un chien andalou. El resultado es que los cuentos se olvidan (¡como si pudiera olvidarse Bliss, como si pudiera olvidarse El prodigioso miligramo!) ¿No deberíamos fundar una escuela para educación de lectores de cuentos? Empezando por quitarles de la cabeza todas las ideas recibidas que existen desgraciadamente sobre la materia, rehaciéndoles la atención, la percepción y hasta los reflejos. Ya es tiempo de que en las universidades se cree la cátedra de cuentos, como suele haberla de poética. ¡Qué estupendas cosas se podrían enseñar en ella! Por lo demás los primeros colaboradores de la cátedra (como alumnos o profesores) deberían ser los mismos cuentistas. Es curioso que muchos de ellos no han reflexionado jamás sobre el género. No hablo de la reflexión estilística, pues no es imprescindible, sino de esa meditación primaria, en la cual colaboran por partes iguales la inteligencia y el plexo, y que debería mostrarle al cuentista lo riesgoso de su territorio, su complicada topografía, y la responsabilidad que supone. El cuento está desprestigiado por los cuentos. ¿Ha visto usted lo que se publica habitualmente en las revistas? Para uno bueno, para un cuento que caiga parado como un gato de un cuarto piso, el resto o son recortes de una situación mucho más extensa (las tijeras son la haraganería del escritor, o su incapacidad para seguir adelante), o difusos tratamientos de cualquier tema, bueno o malo; lo que en realidad estropea a estos últimos es siempre la falta de concentración, de "ataque". Y me parece que lo mejor de Confabulario y de Varia Invención nace de que usted posee lo que Rimbaud llamaba le lieu et la formule, la manera de agarrar al toro por los cuernos y no, ay, por la cola como tantos otros que fatigan las imprentas de este mundo. Y por eso acabo de leer sus cuentos -y releer los que más me gustan, y después superleerlos, que consiste en leerlos en el recuerdo-, y estoy contento. No por una razón hedónica, o porque me agrade saber que usted es un gran cuentista, sino porque vuelvo a sentirme seguro de que usted, de que yo, y de que otros cuya lista me ahorro porque usted la conoce de sobra, no estamos equivocados en el enfoque del cuento que hemos elegido y por el cual seguimos andando. Los franceses, por ejemplo, se equivocan de medio a medio en su tratamiento del cuento. ¿Cómo decirlo? juegan al futbol en vez de torear, someten la materia narrativa a una serie de evoluciones y combinaciones complejas, a largo plazo, es decir, aplican la técnica privativa de la novela y que en ella da resultados maravillosos (que lo digan Balzac, Stendhal y Proust). Porque no ven -y esto es capital- que el cuento es una cuestión de lenguaje formando cuerpo con el relato, y entonces escriben sus cuentos exactamente con el mismo lenguaje más o menos discursivo de la novela. Pero dando un paso más abajo, no cuesta ver que ello sucede porque el impulso motor del cuento es novelesco, y ahí está la gran macana como decimos en la Argentina, ahí está la burrada sin perdón, creer que un cuento, que es el diamante puro, puede confundirse con la larga operación de encontrar diamantes, que eso es la novela. No me gustan las fórmulas pero me parece que aquí tengo razón: un cuento es siempre el vellocino de oro, y la novela es la historia de la búsqueda del vellocino. La novela es una maravilla, pero su técnica malogra el cuento. Todo esto se lo decía yo a Emma en otra carta, pero me gusta repetírselo a usted al correr de la máquina, porque además tengo las pruebas más sólidas posibles que son sus cuentos. En sus libros hay cuentos de ensayo (y usted me lo previene en Varia Invención, donde habla de "balbuceo"), donde se ve cómo anda buscando el tono justo, y a veces no lo encuentra y el cuento se queda con una pata en el aire ("El Fraude", por ejemplo, y no sé si usted estará de acuerdo). Pero la casi totalidad en los cuentos de ambos libros dan de lleno en el blanco. Se lo siente desde la primera línea. No se puede decir cómo, es una cuestión de tensiones, de comunicación. Yo creo que el blanco debe sentir una cosa así, según que la flecha lo alcance en los bordes (dos puntos) y el pleno centro (50 puntos, y a veces uno se gana un pollo). Es fulminante y fatal. Y empiezo a leer "De balística" -no crea que lo cito por asociación con las flechas y el blanco-, o "El lay de Aristóteles", y se acabó: instantáneamente pasa la corriente, se establece el circuito, y ya se puede caer el mundo encima que no soy capaz de sacar los ojos de la página. Yo creo que detrás de todo esto está ese hecho sencillo (y por eso tan inexplicable) de que usted es poeta, de que usted no puede ver las cosas más que con los ojos del poeta. Conste que no insinúo que sólo un poeta puede llegar a escribir hermosos cuentos. En rigor el cuento es una especie de parapoesía, una actividad misteriosamente marginal con relación a la poesía, y sin embargo unida a ella por lazos que faltan en la novela (donde la poesía vale apenas como aderezo, y es siempre una lástima por la una y por la otra).¿Cómo le vienen a usted los cuentos? Yo, que incurro además en la poesía -por lo menos escribo poemas-, no he podido advertir hasta hoy diferencia alguna en mi estado de ánimo cuando hago las dos cosas. Mientras escribo un cuento, estoy sometido a un juego de tensiones que en nada se diferencian de las que me atrapan cuando escribo poemas. La diferencia es sobre todo técnica, porque los "cuentos poéticos" me producen más horror que la fiebre amarilla, y estoy siempre muy atento a que lo que ocurre en mis cuentos proponga al lector una estructura definida, una realidad dada, por irreal que sea para los ojos del lector de periódicos y los seres con-los-pies-en-la-tierra (¿qué son los pies, qué es la tierra?). Si encuentro en sus cuentos una fraternidad que me emociona y me hace desear ser su amigo, es precisamente esa soberana frescura con que planta usted sus árboles de palabras. Los planta sin el rodeo del que prepara literariamente su terreno y "crea una atmósfera", como si la atmósfera no debiera ser el cuento mismo, la emanación irresistible de esa cosa que es el cuento. Un Henry James es un gran cuentista, pero sus cuentos son siempre hijos de sus novelas, están sometidos a la misma elaboración circunstancial previa, esa técnica de envolver al lector antes de soltarle el meollo del cuento. Cuando usted escribe "El rinoceronte", le basta la primera frase (¡qué perfecta!) para que uno se olvide que está sentado en un sillón en un segundo piso de la rue Mazarine (una linda calle, créame) y que dentro de 10 minutos le van a avisar que la comida está pronta. El "extrañamiento", el traspaso al cuento es fulminante. Usted es una hormiga león, si son las hormigas león las que hacen un embudo en la arena para que sus víctimas resbalen al fondo. Cuatro palabras y zás, adentro. pero vale la pena ser comido por usted.
       Como esta carta no es una reseña, no le hablaré en detalle de todo lo que podría surgir de mis lecturas. Pero hay algo que, por ser tan infrecuente en nuestra América, me interesa señalarle. Me gusta su brevedad. Quizá con excepción del "El cuervero", tan sabroso para un argentino que se queda maravillado de los giros, de la plástica de ese idioma que hablan las gentes mexicanas, creo que sus mejores cuentos son precisamente los cortos. Me asombra lo que usted es capaz de conseguir con tan poca materia verbal. "Sinesio de Rodas" por ejemplo -que como otras cosas suyas me hacen pensar en Borges, y creo que no es poco decir-, y es conmovedor y hermosísimo "Epitafio", que me trajo a mi François Villon de cuerpo presente, enterito con toda su dolida humanidad que sigue bailando aquí, cerca de mi casa, en las callejuelas de la place Maubert, antiguo refugio de truhanes y putas opulentas y sentimentales.
       Podría seguir diciéndole tantas cosas, pero no quiero aburrirlo. ¿Nos veremos alguna vez? Si no viene usted por aquí, escríbame algún día que tenga ganas. Yo le iré mandando lo que publique, que será poco porque en Argentina las posibilidades editoriales están cada día peor. En todo caso le mandaré copias a máquina. Y usted también, mándeme sus cosas. Mi mujer, que ha leído sus cuentos con la misma alegría que yo, se une a mí en el gran abrazo que le enviamos, y que usted hará extensivo a Emma, tan buena e inteligente, y a la muy encantadora Anita y a los Alatorre.

Su amigo,
Julio Cortázar


Publicada originalmente en la Revista de la Universidad de México (Año 2004, Número 1. Dedicado a: Julio Cortázar).

sábado, 1 de diciembre de 2012

Dos poemas de Javier Mendieta


Largo tiempo estéril

Hace tiempo que cerré los ojos,
y ahora me acomodo en la certeza
de saber que si aún te veo
es porque un día te pensé
el alma con las manos.


***


Rayo de sol vacilante en tu persiana
que sólo roza polvo
presagio de día
apenas
aborto de la mañana

He nacido para ser víspera
de mí mismo.


Javier Mendieta