sábado, 22 de diciembre de 2012

El vuelo del capitán

Mi abuelo contaba que le pesaban los pies y que, de nervioso, el sudor le regaba las rodillas aún desnudas y flacas -aunque siempre fueron flacas, pero lo eran más por aquel entonces-. Que el vino opacase la mitad justa del chato era una constante en sus historias, y ahogar el resto era superfluo. Siempre puedo servirme más, no tengamos prisa, decía. Así era como contaba sus batallas y sus juergas, con la bota no muy lejos y en presencia de alguna mujer guapa que sin escuchar oyese, y si no la había y tenías suerte, las revivía sólo para ti, que a veces no eras mujer, pero siempre eras guapo, porque en mi familia no hay ni feos ni maricones, o eso solía decir mi abuela hace ya algunos años. Recuerdo ese día por dos cosas, o mejor dicho y escrito, recuerdo dos cosas de ese día, que me gustó aquella historia contada entre vinos y que fue la primera vez que mi abuelo me llamó, mirándome directamente a los ojos, como ahora nos miramos las personas mayores cuando es pertinente apartar la vergüenza o dejarse los juegos a un lado, y cuando estaba lo suficientemente cerca se acercó aún más y me dijo: “zagal, mira al techo”. Y cuando miré, pegó un tirón de mis calzoncillos hacia él y me escupió en la picha. No recuerdo cómo reaccioné, si reí o lloré, supongo que lloré, yo era más de llorar, pero él reía, evidentemente. De lo que sí estoy seguro es de que no falta ninguno de los que en su tiempo fuimos niños por sobrevivir a sus bromas. Entonces, después de la escupidura, dio otro sorbo de vino y comenzó, mientras mi abuela se apiadaba a voces no tanto de mí -y mucho menos de mis genitales- como de mis calzoncillos sucios, a contar su mayor hazaña. 
          Llovía, y los otros zagales y yo llevábamos los bolsillos cargados de barro. De vez en cuando me quedaba el último del grupo y lanzaba bolazos a algún despistado, para que espabilase. Nos parecía divertida casi cualquier cosa, daba igual si era real o inventada, juego o castigo, todo nos parecía lo mismo arropados en una infancia que creíamos eterna. Yo era el más arrojado de todos, quería serlo todo. Ser el más fuerte, el más guapo y mayor, y en realidad, hace tiempo que entendí que por fortuna era, y sigo siendo, el más niño. Por eso, por arrojado, los del grupo me llamaban capitán y me seguían a todas partes. Cuando nos aburríamos, mandaba a alguno de los críos, al más vergonzoso normalmente, a hablar con las zagalas. Pobrecillo, eran malas con él, que nunca supo tratarlas, tampoco de mayor. Pero ese día me la devolvió, joder si me la devolvió. Encontramos una casa en medio de la nada donde había un corral. Uno de sus muros rugosos y grises nos pareció algo así como un gallinero, así que subimos al tejado a ver si desde allí podíamos apedrear unas cuantas gallinas. Nos subimos uno detrás de otro, con el descaro y la inconsciencia que conservábamos por entonces. Visto desde fuera aquello parecía el peor hurto del mundo, con quince niños y quince paraguas subiéndose a un gallinero en plena tarde de verano. Subimos, todos. Estando ya arriba miramos el terreno, el suelo, ya más abajo de nuestros pies, con nuestras caras sonrosadas por el esfuerzo de trepar y de ser niños. Pero entonces no nos costaba tanto serlo, y menos trepar. Lo miramos como ahora os veo a vosotros, a todos los que han venido después y que en parte sois míos, mis niños, siempre seréis mis niños, pero aún no os habéis dado cuenta. Mi abuelo hablaba en plural, porque es en plural como se ama a la familia, interaccionando siempre con todos al mismo tiempo a través de cualquiera de los que formábamos aquel plural que todavía no comprendíamos del todo, al menos yo no lo comprendía del todo, puede que sí mi madre, o sus hermanos, que eran los miembros mayores en aquella forma de hablar en la cual todos parecíamos niños, y en cierto modo lo éramos. Mirábamos emocionados, porque aún sin haber encontrado gallinas, habíamos subido todos juntos al tejado. Mirando el barro se me ocurrió. “Ahora hay que saltar”. Recuerdo que me miraban sorprendidos, en alguna de las caras vi miedo, y cuando lo vi, añadí “pero se puede utilizar el paraguas para frenar, así no nos podemos hacer daño”. Todos se miraban entre sí, alguno estaba dispuesto y me di cuenta. Me acerqué a los más valientes, que a su vez se intentaban alejar de mí. “Vamos, no tengáis miedo, no va a pasar nada”, dije. Uno de ellos me miró directamente y dio un paso al frente, ya lo tenía, iba a hacerlo, y fue en ese momento cuando el vergonzoso, que estaba detrás de mí, empezó a canturrear algo que en un primer momento no conseguí escuchar. En cuestión de segundos el canturreo se extendió entre los demás zagales que estaban a mi espalda y cuando ya era perfectamente audible consiguió asustarme. Coreaban todos a una voz, todos mirándome y yo mirando hacia ellos. Al poco me giré y puse mis pies sobre la cornisa, con las puntas de los zapatos suspendidas a un par de metros del barro. Por un momento, mientras lo abría, me sobrevino una fugaz esperanza de que el paraguas funcionaría y frenaría mi caída; de que no tendría que explicar en casa cómo había ensuciado toda mi ropa más de lo habitual. Reconozco que cerré los ojos, pero no sin antes mirar directamente más allá de mi espalda, donde se encontraban mis traidores y mis verdugos, todos unidos en una sola voz, coreando entre risas: ¡que se tire el capitán, que se tire el capitán! 

Alejandro Marín Reñasco 
Firenze, marzo de 2012



domingo, 9 de diciembre de 2012

Carta de Julio Cortázar a Juan José Arreola (1954)


Querido Arreola: Hace varias semanas Emma me mandó sus dos libros, y al abrirlos me encontré con unas dedicatorias que me llenaron de alegría. Pero todo eso es nada al lado de la alegría de leer los cuentos, a toda carrera primero y después despacio, tomándome mi tiempo y sobre todo dándoles a ellos su propio tiempo, el que necesitan para madurar en la sensibilidad del que los lee. Ya habrá observado que uno de los problemas más temibles de los cuentos es que los lectores tienden a leerlos con la misma velocidad con que devoran los capítulos de una novela. Naturalmente, la concentración especial de todo cuento bien logrado se les escapa, porque no es lo mismo estirarse cómodamente en una butaca para ver Gone with de Wind que agazaparse, tenso, para los dieciocho minutos terribles de Un chien andalou. El resultado es que los cuentos se olvidan (¡como si pudiera olvidarse Bliss, como si pudiera olvidarse El prodigioso miligramo!) ¿No deberíamos fundar una escuela para educación de lectores de cuentos? Empezando por quitarles de la cabeza todas las ideas recibidas que existen desgraciadamente sobre la materia, rehaciéndoles la atención, la percepción y hasta los reflejos. Ya es tiempo de que en las universidades se cree la cátedra de cuentos, como suele haberla de poética. ¡Qué estupendas cosas se podrían enseñar en ella! Por lo demás los primeros colaboradores de la cátedra (como alumnos o profesores) deberían ser los mismos cuentistas. Es curioso que muchos de ellos no han reflexionado jamás sobre el género. No hablo de la reflexión estilística, pues no es imprescindible, sino de esa meditación primaria, en la cual colaboran por partes iguales la inteligencia y el plexo, y que debería mostrarle al cuentista lo riesgoso de su territorio, su complicada topografía, y la responsabilidad que supone. El cuento está desprestigiado por los cuentos. ¿Ha visto usted lo que se publica habitualmente en las revistas? Para uno bueno, para un cuento que caiga parado como un gato de un cuarto piso, el resto o son recortes de una situación mucho más extensa (las tijeras son la haraganería del escritor, o su incapacidad para seguir adelante), o difusos tratamientos de cualquier tema, bueno o malo; lo que en realidad estropea a estos últimos es siempre la falta de concentración, de "ataque". Y me parece que lo mejor de Confabulario y de Varia Invención nace de que usted posee lo que Rimbaud llamaba le lieu et la formule, la manera de agarrar al toro por los cuernos y no, ay, por la cola como tantos otros que fatigan las imprentas de este mundo. Y por eso acabo de leer sus cuentos -y releer los que más me gustan, y después superleerlos, que consiste en leerlos en el recuerdo-, y estoy contento. No por una razón hedónica, o porque me agrade saber que usted es un gran cuentista, sino porque vuelvo a sentirme seguro de que usted, de que yo, y de que otros cuya lista me ahorro porque usted la conoce de sobra, no estamos equivocados en el enfoque del cuento que hemos elegido y por el cual seguimos andando. Los franceses, por ejemplo, se equivocan de medio a medio en su tratamiento del cuento. ¿Cómo decirlo? juegan al futbol en vez de torear, someten la materia narrativa a una serie de evoluciones y combinaciones complejas, a largo plazo, es decir, aplican la técnica privativa de la novela y que en ella da resultados maravillosos (que lo digan Balzac, Stendhal y Proust). Porque no ven -y esto es capital- que el cuento es una cuestión de lenguaje formando cuerpo con el relato, y entonces escriben sus cuentos exactamente con el mismo lenguaje más o menos discursivo de la novela. Pero dando un paso más abajo, no cuesta ver que ello sucede porque el impulso motor del cuento es novelesco, y ahí está la gran macana como decimos en la Argentina, ahí está la burrada sin perdón, creer que un cuento, que es el diamante puro, puede confundirse con la larga operación de encontrar diamantes, que eso es la novela. No me gustan las fórmulas pero me parece que aquí tengo razón: un cuento es siempre el vellocino de oro, y la novela es la historia de la búsqueda del vellocino. La novela es una maravilla, pero su técnica malogra el cuento. Todo esto se lo decía yo a Emma en otra carta, pero me gusta repetírselo a usted al correr de la máquina, porque además tengo las pruebas más sólidas posibles que son sus cuentos. En sus libros hay cuentos de ensayo (y usted me lo previene en Varia Invención, donde habla de "balbuceo"), donde se ve cómo anda buscando el tono justo, y a veces no lo encuentra y el cuento se queda con una pata en el aire ("El Fraude", por ejemplo, y no sé si usted estará de acuerdo). Pero la casi totalidad en los cuentos de ambos libros dan de lleno en el blanco. Se lo siente desde la primera línea. No se puede decir cómo, es una cuestión de tensiones, de comunicación. Yo creo que el blanco debe sentir una cosa así, según que la flecha lo alcance en los bordes (dos puntos) y el pleno centro (50 puntos, y a veces uno se gana un pollo). Es fulminante y fatal. Y empiezo a leer "De balística" -no crea que lo cito por asociación con las flechas y el blanco-, o "El lay de Aristóteles", y se acabó: instantáneamente pasa la corriente, se establece el circuito, y ya se puede caer el mundo encima que no soy capaz de sacar los ojos de la página. Yo creo que detrás de todo esto está ese hecho sencillo (y por eso tan inexplicable) de que usted es poeta, de que usted no puede ver las cosas más que con los ojos del poeta. Conste que no insinúo que sólo un poeta puede llegar a escribir hermosos cuentos. En rigor el cuento es una especie de parapoesía, una actividad misteriosamente marginal con relación a la poesía, y sin embargo unida a ella por lazos que faltan en la novela (donde la poesía vale apenas como aderezo, y es siempre una lástima por la una y por la otra).¿Cómo le vienen a usted los cuentos? Yo, que incurro además en la poesía -por lo menos escribo poemas-, no he podido advertir hasta hoy diferencia alguna en mi estado de ánimo cuando hago las dos cosas. Mientras escribo un cuento, estoy sometido a un juego de tensiones que en nada se diferencian de las que me atrapan cuando escribo poemas. La diferencia es sobre todo técnica, porque los "cuentos poéticos" me producen más horror que la fiebre amarilla, y estoy siempre muy atento a que lo que ocurre en mis cuentos proponga al lector una estructura definida, una realidad dada, por irreal que sea para los ojos del lector de periódicos y los seres con-los-pies-en-la-tierra (¿qué son los pies, qué es la tierra?). Si encuentro en sus cuentos una fraternidad que me emociona y me hace desear ser su amigo, es precisamente esa soberana frescura con que planta usted sus árboles de palabras. Los planta sin el rodeo del que prepara literariamente su terreno y "crea una atmósfera", como si la atmósfera no debiera ser el cuento mismo, la emanación irresistible de esa cosa que es el cuento. Un Henry James es un gran cuentista, pero sus cuentos son siempre hijos de sus novelas, están sometidos a la misma elaboración circunstancial previa, esa técnica de envolver al lector antes de soltarle el meollo del cuento. Cuando usted escribe "El rinoceronte", le basta la primera frase (¡qué perfecta!) para que uno se olvide que está sentado en un sillón en un segundo piso de la rue Mazarine (una linda calle, créame) y que dentro de 10 minutos le van a avisar que la comida está pronta. El "extrañamiento", el traspaso al cuento es fulminante. Usted es una hormiga león, si son las hormigas león las que hacen un embudo en la arena para que sus víctimas resbalen al fondo. Cuatro palabras y zás, adentro. pero vale la pena ser comido por usted.
       Como esta carta no es una reseña, no le hablaré en detalle de todo lo que podría surgir de mis lecturas. Pero hay algo que, por ser tan infrecuente en nuestra América, me interesa señalarle. Me gusta su brevedad. Quizá con excepción del "El cuervero", tan sabroso para un argentino que se queda maravillado de los giros, de la plástica de ese idioma que hablan las gentes mexicanas, creo que sus mejores cuentos son precisamente los cortos. Me asombra lo que usted es capaz de conseguir con tan poca materia verbal. "Sinesio de Rodas" por ejemplo -que como otras cosas suyas me hacen pensar en Borges, y creo que no es poco decir-, y es conmovedor y hermosísimo "Epitafio", que me trajo a mi François Villon de cuerpo presente, enterito con toda su dolida humanidad que sigue bailando aquí, cerca de mi casa, en las callejuelas de la place Maubert, antiguo refugio de truhanes y putas opulentas y sentimentales.
       Podría seguir diciéndole tantas cosas, pero no quiero aburrirlo. ¿Nos veremos alguna vez? Si no viene usted por aquí, escríbame algún día que tenga ganas. Yo le iré mandando lo que publique, que será poco porque en Argentina las posibilidades editoriales están cada día peor. En todo caso le mandaré copias a máquina. Y usted también, mándeme sus cosas. Mi mujer, que ha leído sus cuentos con la misma alegría que yo, se une a mí en el gran abrazo que le enviamos, y que usted hará extensivo a Emma, tan buena e inteligente, y a la muy encantadora Anita y a los Alatorre.

Su amigo,
Julio Cortázar


Publicada originalmente en la Revista de la Universidad de México (Año 2004, Número 1. Dedicado a: Julio Cortázar).

sábado, 1 de diciembre de 2012

Dos poemas de Javier Mendieta


Largo tiempo estéril

Hace tiempo que cerré los ojos,
y ahora me acomodo en la certeza
de saber que si aún te veo
es porque un día te pensé
el alma con las manos.


***


Rayo de sol vacilante en tu persiana
que sólo roza polvo
presagio de día
apenas
aborto de la mañana

He nacido para ser víspera
de mí mismo.


Javier Mendieta




domingo, 4 de noviembre de 2012

explicar qué Soy, etcétera




Yo
Yo y él cuando no sos vos
y los otros
los otros que me Soy
y cómo explicar qué Soy, etcétera
lo que mata es siempre más fuerte que un calendario
y la carne, después
de no haber cuerpo ad infinitum
Yo: estás perdida por no buscar dónde encontrarte
dónde encontrarte si no hay nombre, animal herido,
memoria para cerrar los ojos
Yo
Yo y Él con Vos
Silencio, él está al teléfono y Yo
recibo la ausencia que cae desde la voz
Silencio, Vos estás pero Soy Yo
y me busco, de nuevo y otra vez
Soy la Cosa que él no amó y otros amaron
Soy quien escucha debajo de la manta de invierno
y ayer alucinó y rogó: no te vayas
y no se fue, por ejemplo
Soy el padre que negué
el Hombre que abraza a Yo
Estoy Cansada
se parece al amor toda cosa que no termina
¿y la belleza?
¿una juntura de palabras hechas para nadie?
esto parece una película en inglés
los subtítulos no traducen el gesto
la vida de Yo funciona en otro idioma.

                                                     
Noelia Palma

martes, 16 de octubre de 2012

Por los que quieren salir de la caverna

"El arte de enseñar es el arte de ayudar a descubrir." 
Mark Van Doren



Sin ser vidente ni alguien excepcionalmente despierto, advierto en la figura del profesor universitario actual un grave estancamiento. Es la Universidad, en muchos casos, una institución acomodada cuya infraestructura se sustenta en el vacío, se alimenta de su propia verborrea y de su propia autoconvencida necesidad de existir. Quisiera centrarme, admitiendo siempre las excepciones posibles -y existentes-, y dejando lugar a la más abierta discusión, en la clase docente universitaria, o, más específicamente, en esa parte del todo que sobrevive encerrada en su mundo pequeño, en su pequeña charca de tranquilidad en la que poder croar a gusto y que los demás admiremos su buche henchido. El nuevo plan de estudios que llamamos Bolonia pretende -de forma fallida, por el momento- solventar este tipo de cojeras y rectificar así el desequilibrado paso de la Universidad. Desgraciadamente, disimulando la malformación pero evidentemente fatigada, nuestra universidad padece un problema largo tiempo aceptado por la comodidad y el conformismo reinantes: el papel obsoleto que juega la figura del profesor tradicional, y que nos hace pensar, muy a pesar nuestro, en la figura del docente común que puebla con su mayoría las distintas facultades de la universidad española. Podemos, derrochando tolerancia y consintiendo en exceso, concretar este mal educativo dentro de ciertas áreas del conocimiento -de la enseñanza-, simple y llanamente por atender éstas a una naturaleza de carácter teórico. Y es que la teoría es una capa de turba oscura y fértil para la erección y el sustento del altar que el tótem orador considera imprescindible. Altar cuya función debemos, ante todo, cuestionar.
       Es más que conocido y criticado el desfase existente entre la realidad universitaria y la realidad real, valga la fácil redundancia; como también nos es familiar el desfase que sufren la adaptación teórica y la adaptación práctica del Plan Bolonia. Ambos desfases están, obviamente, relacionados. Hace cuarenta años, la mayoría de estudiantes carecía en su casa -aldea, pueblo, ciudad- de los medios económicos y de los estímulos intelectuales y creativos suficientes para el eficaz desarrollo de una pasión, y los buscaban entonces en la Universidad, «cuna del saber». Actualmente recibimos una infinidad de estímulos que acrecientan nuestra curiosidad y elevan el listón de nuestras exigencias -blogs de calidad, bibliotecas digitales, museos virtuales, viajes a precios asequibles, revistas online... No podemos, por tanto, conformarnos con las fechas del nacimiento y la muerte de Cervantes, el número de países con los que hace frontera España, o el nombre de los diez ismos fundamentales en la Historia del Arte. La literatura española del siglo XX que se imparte en un cuatrimestre (si acaso tres meses, no cuatro), las cinco características generales, los dos o tres autores con sus dos o tres lecturas, pueden superarse con creces en el propio hogar o en la cálida sala de lectura de cualquier biblioteca, donde residen miles de documentos sobre aquello de lo que tanto se ha escrito. Las lecciones magistrales también se leen en Steiner o en Ortega, y de minuciosas obras historiográficas andan los anaqueles llenos. He aquí el desfase.
      Si no aporta: fuera. Si no estimula: fuera. Si no se transforma: fuera. Fuera de este sistema educativo que busca alcanzar dicha transformación de la forma más insensata, irresponsable e ineficaz posible, presionando al profesorado con el cumplimiento de unas bases y de unos tiempos imposibles, que sólo consiguen estrangular la ilusión de unos pocos -a los que no deja tiempo ni medios suficientes para llevar a cabo la ampliación extrauniversitaria, tanto docente como investigadora, que paradójicamente se les exige-, y acrecentar la ambición y la fría competitividad de los muchos, quienes hacen desembocar la carrera del Profesor en la más despreciable corrupción, aquélla que falsifica las vocaciones y ahoga los entusiasmos. Un sistema que convierte a profesores en gestores, políticos y trepadores sin alma, viles coleccionistas de certificados y proyectos a medias. Los medios de comunicación e información digitales -junto a la interiorización del buen sentido común para su uso-, la más pura e instintiva curiosidad y los libros -sobretodo los libros-, pueden fácilmente sustituir al reproductor verbal autómata, e incluso al reproductor verbal pensador, que haría mejor en serenar y ordenar sus reflexiones para volcarlas luego en un medio de consulta, si de verdad les encuentra un auténtico valor y no únicamente el que tienen como masa de relleno para su curriculum. Quede constancia entonces de que no me remito a la tan malinterpretada escuela de la vida, sino al verdadero mundo parauniversitario que nos rodea. Y si de la parte práctica que corresponde a la adaptación del nuevo plan de estudios sólo vemos el tuétano que debería rellenar los huesos que deberían formar el esqueleto que debería sostener la renovación universitaria, es porque los profesores no son decretos, ni recortes en el horario lectivo, ni modificaciones absurdas en el nombre de las titulaciones. Forman parte del género humano, cuya cultura -tradición, costumbres- no puede ser radicalmente transformada por muy autoritario que suene el plazo límite de adaptación. Se ha pulsado un interruptor para modificar de un modo inmediato la mentalidad de aquéllos que se encargan de la enseñanza superior universitaria. Nada más absurdo.
    Me remito al mal mayor que suponen la autocomplacencia y el sentimiento de imprescindibilidad (no cabe duda de que estos pobres animales nos necesitan, dijo el pastor) que infectan la institución universitaria, desde las altas esferas políticas y gestoras que nada tienen que ver con el alma de la institución, hasta esos profesores contra los que afino mi puntería. Me dijo un hombre bueno, además de buen profesor, que aquellos maestros "imprescindibles" no deben ser más que un pretexto para el alumno, y que donde sólo ven sus propias ideas deberían pregonar la superioridad de todo lo que esté más allá de ellos mismos, con la humilde finalidad de inculcar en los estudiantes la ambición y la curiosidad de descubrir lo que está lejos y además velado, abatiendo así el atrasado ombliguismo y dándoles la oportunidad de juzgar personalmente. Pero no obviemos, ingenuamente, la falsa comodidad del provincianismo que cargamos adherido a nuestras espaldas, tradicional y atrasado hispanocentrismo español.
      La figura del profesor actual sólo debería ser entendida como una forma de enlace humano y dialéctico entre la materia de estudio y el alumno. Todo aquello que esté por debajo del debate, del diálogo, del estímulo de la curiosidad y del potencial creativo del estudiante, de la agresiva provocación intelectual... hace más que prescindible al profesor, es decir, lo hace rechazable. Pues si no es capaz de dinamizar y dar vida a una relación bibliográfica enfrentada a un grupo de personas más o menos interesadas (el menos es otra historia), supone solamente una pérdida de tiempo, un gasto innecesario de dinero, una desmoralización del alumno que no encuentra en lo que se vende (y se compra) aquello que pomposamente se anuncia. La otra historia del menos, del alumnado naturalmente desinteresado, quiero dejarla esbozada apuntando que la purga de profesores impersonales y raídos supondría, entre otras cosas, la selección natural del alumnado, que afrontaría un papel activo y no el actual baboseo pasivo que impera en las aulas -por el que fácilmente se pasa con tal de obtener un título-, una apología de la vocación y una mayor estima del interés. El docente reproductor verbal que tan lenta e irreflexivamente combate Bolonia, el defensor a ultranza de la banal retroalimentación que convierte sus lecciones magistrales en un vulgar abrevadero, al margen del amor que procese por su disciplina, de los artículos que publique en tal o cual suplemento y de la admiración que despierte entre sus colegas (que no son sus alumnos), supone un obstáculo para el estudiante, interfiere en su despertar (tristísima sensación la de perder el tiempo en la Universidad) y demuestra el más grande desprecio ante aquellos que intentamos recorrer la escarpada subida, buscando torpemente la salida de la caverna.
     Me limito, por tanto, a cuestionar el papel de quien trasmite información y no conocimiento, enfrentándolo como si de un espejo se tratase a las circunstancias de nuestra contemporaneidad. Ahora bien, aquí sí cabe la duda. 

Mario Aznar 


miércoles, 29 de agosto de 2012

Hijos de la ira

"Para otros, el mundo nos es un caos y una angustia, y la poesía una frenética búsqueda de ordenación y de ancla. Sí, otros estamos muy lejos de toda armonía y toda serenidad. Hemos vuelto los ojos en torno, y nos hemos sentido como una monstruosa, una indescifrable apariencia, rodeada, sitiada por otras apariencias, tan incomprensibles, tan feroces, quizá tan desgraciadas como nosotros mismos: "monstruo entre monstruos", o nos hemos visto cadáveres entre otros millones de cadáveres vivientes, pudriéndonos todos, inmenso montón, para mantillo de no sabemos qué extrañas flores, o hemos contemplado el fin de este mundo, planeta ya desierto en el que el odio y la injusticia, monstruosas raíces invasoras,habrán ahogado, habrán extinguido todo amor, es decir, toda vida. Y hemos gemido largamente en la noche. Y no sabíamos hacia dónde vocear". 

Dámaso Alonso 




INSOMNIO


Madrid es una ciudad de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas).
A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo en este nicho en el que hace 45 años que me pudro,
y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna.
Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla.
Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma,
por qué se pudren más de un millón de cadáveres en esta ciudad de Madrid,
por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo.
Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?
¿Temes que se te sequen los grandes rosales del día, las tristes azucenas letales de tus noches?


LA INJUSTICIA


¿De qué sima te yergues, sombra negra? 
¿Qué buscas?
Los oteros,
como lagartos verdes, se asoman a los valles
que se hunden entre nieblas en la infancia del mundo.
Y sestean, abiertos, los rebaños, 
mientras la luz palpita, siempre recién creada,
mientras se comba el tiempo, rubio mastín que duerme
/a las puertas de Dios.
Pero tú vienes, mancha lóbrega,
reina de las cavernas, galopante en el cierzo, tras tus corvas
/pupilas, proyectadas
como dos meteoros crecientes de lo oscuro, 
cabalgando en las rojas melenas del ocaso, 
flagelando las cumbres
con cabellos de sierpes, látigos de granizo.
Llegas,
oquedad devorante de siglos y de mundos, 
como una inmensa tumba,
empujada por furias que ahincan sus testuces,
duros chivos erectos, sin oídos, sin ojos,
que la terneza ignoran.
Sí, del abismo llegas, 
hosco sol de negruras, llegas siempre,
onda turbia, sin fin, sin fin manante, 
contraria del amor, cuando él nacida
en el día primero.
Tú empañas con tu mano 
de húmeda noche los cristales tibios 
donde al azul se asoma la niñez transparente, cuando
/apenas
era tierna la dicha, se estrenaba la luz,
y pones en la nítida mirada
la primer llama verde 
de los turbios pantanos.
Tú amontonas el odio en la charca inverniza
del corazón del vejo,
y azuzas el espanto
de su triste jauría abandonada 
que ladra furibunda en el hondón del bosque.
Y van los hombres, desgajados pinos,
del oquedal en llamas, por la barranca abajo, 
rebotando en las quiebras,
como teas de sombra, ya lívidas, ya ocres, 
como blasfemias que al infierno caen.
... Hoy llegas hasta mí.
He sentido la espina de tus podridos cardos,
el vaho de ponzoña de tu lengua
y el girón de tus alas que arremolina el aire. 
El alma era un aullido
y mi carne mortal se helaba hasta los tuétanos.
Hiere, hiere, sembradora del odio:
no ha de saltar el odio, como llama de azufre,
/de mi herida.
Heme aquí: 
soy hombre, como un dios, 
soy hombre, dulce niebla, centro cálido,
pasajero bullir de un metal misterioso que irradia
/la ternura.
Podrás herir la carne
y aun retorcer el alma como un lienzo: 
no apagarás la brasa del gran amor que fulge
dentro del corazón, bestia maldita.
Podrás herir la carne.
No morderás mi corazón, 
madre del odio.
Nunca en mi corazón,
reina del mundo.



EL ÚLTIMO CAÍN

Ya asesinaste a tu postrer hermano:
ya estás solo.

¡Espacios: plaza, plaza al hombre!
Bajo la comba de plomo de la noche, oprimido
por la unánime acusación de los astros que
mudamente gimen,
¿adónde dirigirás tu planta?

Estos desiertos campos
están poblados de fantasmas duros, cuerpo en el
aire, negro en el aire negro,
basalto de las sombras,
sobre otras sombras apiladas.
Y tú aprietas el pecho jadeante
contra un muro de muertos, en pie sobre sus tumbas,
como si aún empujaras el carro de tu odio
a través de un mercado sin fin,
para vender la sangre del hermano,
en aquella mañana de sol, que contra tu amarilla
palidez se obstinaba,
que pujaba contra ti, leal al amor, leal a la vida,
como la savia enorme de la primavera es leal a la
enconada púa del cardo, que la ignora,
como el anhelo de la marea de agosto es leal al más
cruel niño que enfurece en su juego la playa.
Ah, sí, hendías, palpabas, ¡júbilo, júbilo!
era la sangre, eran los tallos duros de la sangre.
Como el avaro besa, palpa el acervo de sus rojas
monedas,
hundías las manos en esa tibieza densísima (hecha
de nuestro sueño, de nuestro amor que incesante
susurra)
para impregnar tu vida sin amor y sin sueño;
y tus belfos mojabas en el charco humeante
cual si sorber quisieras el misterio caliente del
mundo.

Pero, ahora, mira, son sombras lo que empujas,
¿no has visto que son sombras?

¿O vas quizá doblado como por un camino de sirga,
tirando de una torpe barcaza de granito,
que se enreda una vez y otra vez en todos los
troncos ribereños,
retama que se curva al huracán,
estéril arco donde
no han de silbar ni el grito ni la flecha,
buey en furia que encorva la espalda al rempujón
y ahinca
en las peñas el pie,
con músculos crujientes,
imagen de crispada anatomía?

Sombras son, hielo y sombras que te atan:
cercado estás de sombras gélidas.
También los espacios odian, también los espacios
son duros,
también Dios odia.
Espacios, plaza, por piedad al hombre!
Ahí tienes la delicia de los nos, tibias aún de paso
están las sendas.
Los senderos, esa tierna costumbre donde aún late
el amor de los días
(la cita, secreta como el recóndito corazón de una
fruta,
el lento mastín blanco de la fidelísima amistad,
el tráfago de signos con que expresamos la absorta
desazón de nuestra intima ternura),
sí, las sendas amantes que no olvidan,
guardan aún la huella delicada, la tierna forma del
pie humano,
ya sin final, sin destino en la tierra,
ya sólo tiempo en extensión, sin ansia,

tiempo de Dios, quehacer de Dios,
no de los hombres.
¿Adónde huirás, Caín, postrer Caín?
Huyes contra las sombras, huyendo de las sombras,
huyes
cual quisieras huir de tu recuerdo,
pero, ¿cómo asesinar al recuerdo
si es la bestia que ulula a un tiempo mismo
desde toda la redondez del horizonte,
si aquella nebulosa, si aquel astro ya oscuro,
aún recordando están,
si el máximo universo, de un alto amor en vela
también recuerdo es sólo,
si Dios es sólo eterna presencia del recuerdo?

Ves, la luna recuerda
ahora que extiende como el ala tórpida
de un murciélago blanco
su álgida mano de lechosa lluvia.
Esparcidos lingotes de descarnada plata,
los huesos de tus víctimas
son la sola cosecha de este campo tristísimo.

Se erguían, sí, se alzaban, pujando como torres,
como oraciones hacia Dios,
cercados por la niebla rosada y temblorosa de la
carne,
acariciados por el terco fluido maternal que sin rumor
los lamía en un sueño:
muchachas, como navíos tímidos en la boca del puerto
sesgando, hacia el amor sesgando;
atletas como bellos meteoros, que encrespaban el
aire, exactísimos muelles hacia la gloria vertical
de las pértigas,
o flores que se inclinan, o sedas que se pliegan sin
crujido en el descenso elástico;
y niños, duros niños, trepantes, aferrados por las
rocas, afincando la vida, incrustados en vida,
como pepitas áureas.

¡Ah, los hombres se alzaban, se erguían los bellos
báculos de Dios,
los florecidos báculos del viejísimo Dios!

Nunca más, nunca más,
Nunca más.
Pero, tu, ¿por qué tiemblas?
Los huesos no se yerguen: calladamente acusan.
He ahí las ruinas.
He ahí la historia del hombre (sí, tu historia)
estampada como la maldición de Dios sobre la
piedra.
Son las ciudades donde llamearon
en la aurora sin sueño las alarmas,
cuando la multitud cual otra enloquecida llama
súbita,
rompía el caz de la avenida insuficiente,
rebotaba bramando contra los palacios desiertos
hocicando como un negruzco topo en agonía su
lóbrego camino.
Pero en los patinejos destrozados,
bajo la rota piedad de las bóvedas,
sólo las fieras aullarán el terror del crepúsculo.

Algunas tiernas casas aún esperan
en el umbral las voces, la sonrisa creciente
del morador que vuelve fatigado
del bullicio del día,
los juegos infantiles
a la sombra materna de la acacia,
los besos del amante enfurecido
en la profunda alcoba.
Nunca más, nunca más.

Y tú pasas y vuelves la cabeza.
Tú vuelves la cabeza como si la volvieses
contra el ala de Dios.
Y huyes buscando
del jabalí la trocha inextricable,
el surco de la hiena asombradiza;
huyes por las barrancas, por las húmedas
cavernas que en sus últimos salones
torpes lagos asordan, donde el monstruo sin ojos
divina voluntad se sueña, mientras blando se
amolda a la hendidura
y el fofo palpitar de sus membranas
le mide el tiempo negro.
Y a ti, Caín, el sordo horror te apalpa,
y huyes de nuevo, huyes.

Huyes cruzando súbitas tormentas de primavera,
entre ese vaho que enciende con un torpor de fuego
la sombría conciencia de la alimaña,
entre ese zumo creciente de las tiernísimas células
vegetales,
esa húmeda avidez que en tanto brote estalla, en
tanta delicada superficie se adulza,
mas siempre brama «amor» cual un suspiro oscuro.
Huyes maldiciendo las abrazantes lianas que te
traban como mujeres enardecidas,
odiando la felicidad candorosa de la pareja de
chimpancés que acuna su cría bajo el inmenso cielo
del baobab,
el nupcial vuelo doble de las moscas, torpísimas
gabarras en delicia por el aire inflamado de junio.

Huyes odiando las fieras y los pájaros, las hierbas
y los árboles,
y hasta las mismas rocas calcinadas,
odiándote lo mismo que a Dios,
odiando a Dios.

Pero la vida es más fuerte que tú,
pero el amor es más fuerte que tú,
pero Dios es más fuerte que tú.
Y arriba, en astros sacudidos por huracanes de
fuego,
en extinguidos astros que, aún calientes, palpitan
o que, fríos, solejan a otras lumbreras jóvenes,
bullendo está la eterna pasión trémula.
Y, más arriba, Dios.

Húndete, pues, con tu torva historia de crímenes,
precipítale contra los vengadores fantasmas,
desvanécete, fantasma entre fantasmas,
gélida sombra las entre sombras,
tú maldición de Dios,
postrer Caín,
el hombre.


EN LA SOMBRA

Sí: tú me buscas.

A veces en la noche yo te siento a mi lado,
que me acechas,
que me quieres palpar,
y el alma se me agita con el terror y el sueño,
como una cabritilla, amarrada a una estaca,
que ha sentido la onda sigilosa del tigre
y el fallido zarpazo que no incendió la carne,
que se extinguió en el aire oscuro.

Sí: tú me buscas.

Tú me oteas, escucho tu jadear caliente,
tu revolver de bestia que se hiere en los troncos,
siento en la sombra
tu inmensa mole blanca, sin ojos, que voltea
igual que un iceberg que sin rumor se invierte en el
agua salobre.

Sí: me buscas.
Torpemente, furiosamente lleno de amor me buscas.

No me digas que no. No, no me digas
que soy náufrago solo
como esos que de súbito han visto las tinieblas
rasgadas por la brasa de luz de un gran navío,
y el corazón les puja de gozo y de esperanza.
Pero el resuello enorme
pasó, rozó lentísimo, y se alejó en la noche,
indiferente y sordo.

Dime, di que me buscas.
Tengo miedo de ser náufrago solitario,
miedo de que me ignores
como al náufrago ignoran los vientos que le baten,
las nebulosas últimas, que, sin ver, le contemplan.


De Hijos de la ira (1944)
Dámaso Alonso (1898-1990)

martes, 3 de julio de 2012

Medio pan y un libro


«Cuando alguien va al teatro, a un concierto o a una fiesta de cualquier índole que sea, si la fiesta es de su agrado, recuerda inmediatamente y lamenta que las personas que él quiere no se encuentren allí. «Lo que le gustaría esto a mi hermana, a mi padre», piensa, y no goza ya del espectáculo sino a través de una leve melancolía. Ésta es la melancolía que yo siento, no por la gente de mi casa, que sería pequeño y ruin, sino por todas las criaturas que por falta de medios y por desgracia suya no gozan del supremo bien de la belleza que es vida y es bondad y es serenidad y es pasión.

Por eso no tengo nunca un libro, porque regalo cuantos compro, que son infinitos, y por eso estoy aquí honrado y contento de inaugurar esta biblioteca del pueblo, la primera seguramente en toda la provincia de Granada.


No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos. Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.

Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?

¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir : «amor, amor», y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras.

Cuando el insigne escritor ruso Fedor Dostoyevsky, padre de la revolución rusa mucho más que Lenin, estaba prisionero en Siberia, alejado del mundo, entre cuatro paredes y cercado por desoladas llanuras de nieve infinita; y pedía socorro en carta a su lejana familia, sólo decía: «¡Enviadme libros, libros, muchos libros para que mi alma no muera!». Tenía frío y no pedía fuego, tenía terrible sed y no pedía agua: pedía libros, es decir, horizontes, es decir, escaleras para subir la cumbre del espíritu y del corazón. Porque la agonía física, biológica, natural, de un cuerpo por hambre, sed o frío, dura poco, muy poco, pero la agonía del alma insatisfecha dura toda la vida.
Ya ha dicho el gran Menéndez Pidal, uno de los sabios más verdaderos de Europa, que el lema de la República debe ser: «Cultura». Cultura porque sólo a través de ella se pueden resolver los problemas en que hoy se debate el pueblo lleno de fe, pero falto de luz.

Locución de Federico García Lorca al Pueblo de Fuente de Vaqueros, Granada. Septiembre 1931.

jueves, 17 de mayo de 2012

Llamamiento a los CREADORES GRÁFICOS

DIBUJANTES, FOTÓGRAFOS, PINTORES: 
Antes que nada vemos, miramos, observamos... Es tan cierto que una imagen vale más que mil palabras como que una palabra vale más que mil imágenes. Hacemos un llamamiento a vuestra imaginación para hacer posible un espacio GRÁFICO en Café Solo. Que también quepan esas imágenes que nos impactan o nos trasmiten palabras que no han sido escritas, o ni siquiera dichas. Animaos y enviad vuestras obras a revistacafesolo@gmail.com. Hagamos ésto juntos, busquemos esa complementación perfecta entre la palabra y la imagen, entre lo que se ve y lo que apenas se intuye. 



domingo, 13 de mayo de 2012

"Poética" de Pedro Salinas


"Poética" de Pedro Salinas (Poesía española [Antología], ed. Gerardo Diego, 1932)

La poesía existe o no existe; eso es todo. Si es, es con tal evidencia, con tan imperial y desafectada seguridad, que se me pone por encima de toda posible defensa, innecesaria. Su delicadeza, su delgadez suma, es su grande invencible corporeidad, su resistencia y su victoria.

Por eso considero la poesía como algo esencialmente indefendible. Y, claro es, en justa correlación, esencialmente inatacable. La poesía se explica sola; si no, no se explica. Todo comentario a una poesía se refiere a elementos circundantes de ella, estilo, lenguaje, sentimientos, aspiración, pero no a la poesía misma. La poesía es una aventura hacia lo absoluto.

Se llega más o menos cerca, se recorre más o menos camino; eso es todo. Hay que dejar que corra la aventura, con toda esa belleza de riesgo, de probabilidad, de jugada. “Un coup de dés jamais n'abolira le hasard.” No quiere decir eso que la poesía no sepa lo que quiere; toda poesía sabe, más o menos, lo que se quiere; pero no sabe tanto lo que se hace. Hay que contar, en poesía más que en nada, con esa fuerza latente y misteriosa, acumulada en la palabra debajo, disfrazada de palabra, contenida, pero explosiva. Hay que contar, sobre todo, con esa forma superior de interpretación que es le malentendu. Cuando una poesía está escrita se termina, pero no acaba; empieza, busca otra en sí misma, en el autor, en el lector, en el silencio. Muchas veces una poesía se revela a sí misma, se descubre de pronto dentro de sí una intención no sospechada. 
Iluminación, todo iluminaciones. Que no es lo mismo que claridad, esa claridad que desean tantos honrados lectores de poesías. 

Estimo en la poesía, sobre todo, la autenticidad. Luego, la belleza. Después, el ingenio. Llamo poeta ingenioso, por ejemplo, a Walter Savage Landor. Llamo poeta bello, por ejemplo, a Góngora, a Mallarmé. Llamo poeta auténtico, por ejemplo, a San Juan de la Cruz, a Goethe, a Juan Ramón Jiménez. Considero totalmente inútiles todas las discusiones sobre el valor relativo de la poesía y de los poetas. Toda poesía es incomparable, única, como el rayo o el grano de arena.

Mi poesía está explicada por mis poesías. Nunca he sabido explicármela de otra manera, ni lo he intentado. Si me agrada el pensar que aún escribiré más poesías, es justamente por ese gusto de seguir explicándome mi Poesía. Pero siempre seguro de no escribir jamás la poesía que lo explicará todo, la poesía total y final de todo. Es decir, con la esperanza ciertísima de ir operando siempre sobre lo inexplicable. Esa es mi modestia.


sábado, 28 de abril de 2012

La otra cara del Arte

La otra cara del Arte, un espacio para descubrir las facetas de la cultura que no nos muestran los libros, un sitio donde volcar nuestras pasiones y compartirlas en forma de vídeo, fotografía, recomendación bibliográfica, etc. Un nuevo apartado que iremos actualizando con material audiovisual y curiosidades de todo tipo referidas a personalidades individuales y movimientos colectivos que han condicionado el pensamiento y la cultura de la que hoy formamos parte. Esperamos que os guste, que os abra nuevas puertas y que estéis dispuestos a colaborar y dar vuestra libre opinión.

Nos vemos, ahora sí, en la otra cara del Arte.



miércoles, 18 de abril de 2012

Nuevo espacio de tertulia: El Café Literario




En nuestro nuevo apartado El Café Literario hemos abierto un espacio de conversación, de reflexión e intercambio; un espacio en el que priman la libertad de expresión y el respeto, una tertulia donde verdaderamente todos tenemos voz y todos podemos exponer nuestro personal criterio acerca de los más  diversos temas. Poco a poco iremos actualizando la sección con ideas que creemos darán pie a opiniones variadas e interesantes, esperando también vuestras sugerencias y propuestas para la actualización de este nuevo espacio que unos imaginarán con muebles de madera y suelo ajedrezado, y otros con divanes de piel y neones de colores. Aún así, ya se ha dicho que cabrán todas las voces, pues este Café Literario va dirigido tanto a los de las mesas amplias y compartidas como a los de las mesas en penumbra que aguardan su turno de palabra, al fondo, bajo la ventana.



Idilio En El Café
Jaime Gil de Biedma

Ahora me pregunto si es que toda la vida
hemos estado aquí. Pongo, ahora mismo,
la mano ante los ojos -qué latido
de la sangre en los párpados- y el vello
inmenso se confunde, silencioso,
a la mirada. Pesan las pestañas.
No sé bien de qué hablo. ¿Quiénes son,
rostros vagos nadando como en un agua pálida,
éstos aquí sentados, con nosotros vivientes?
La tarde nos empuja a ciertos bares
o entre cansados hombres en pijama.
Ven. Salgamos fuera. La noche. Queda espacio
arriba, más arriba, mucho más que las luces
que iluminan a ráfagas tus ojos agrandados.
Queda también silencio entre nosotros,
silencio
              y este beso igual que un largo túnel.


lunes, 26 de marzo de 2012

"¡Lo más salvaje desde Bocaccio y Swift, será la hostia!"
Bukowski (Bancroft, 22 abril 1971)



 Llegó la hora...


Puedes enviar tus obras originales al correo electrónico de la revista:
revistacafesolo@gmail.com