Querido
Arreola: Hace varias semanas Emma me mandó sus dos libros, y al
abrirlos me encontré con unas dedicatorias que me llenaron de
alegría. Pero todo eso es nada al lado de la alegría de leer los
cuentos, a toda carrera primero y después despacio, tomándome mi
tiempo y sobre todo dándoles a ellos su propio tiempo, el que
necesitan para madurar en la sensibilidad del que los lee. Ya habrá
observado que uno de los problemas más temibles de los cuentos es
que los lectores tienden a leerlos con la misma velocidad con que
devoran los capítulos de una novela. Naturalmente, la concentración
especial de todo cuento bien logrado se les escapa, porque no es lo
mismo estirarse cómodamente en una butaca para ver Gone with
de Wind que agazaparse, tenso, para los dieciocho minutos
terribles de Un chien andalou. El resultado es que los
cuentos se olvidan (¡como si pudiera olvidarse Bliss,
como si pudiera olvidarse El prodigioso miligramo!) ¿No
deberíamos fundar una escuela para educación de lectores de
cuentos? Empezando por quitarles de la cabeza todas las ideas
recibidas que existen desgraciadamente sobre la materia,
rehaciéndoles la atención, la percepción y hasta los reflejos. Ya
es tiempo de que en las universidades se cree la cátedra de cuentos,
como suele haberla de poética. ¡Qué estupendas cosas se podrían
enseñar en ella! Por lo demás los primeros colaboradores de la
cátedra (como alumnos o profesores) deberían ser los mismos
cuentistas. Es curioso que muchos de ellos no han reflexionado jamás
sobre el género. No hablo de la reflexión estilística, pues no es
imprescindible, sino de esa meditación primaria, en la cual
colaboran por partes iguales la inteligencia y el plexo, y que
debería mostrarle al cuentista lo riesgoso de su territorio, su
complicada topografía, y la responsabilidad que supone. El cuento
está desprestigiado por los cuentos. ¿Ha visto usted lo que se
publica habitualmente en las revistas? Para uno bueno, para un cuento
que caiga parado como un gato de un cuarto piso, el resto o son
recortes de una situación mucho más extensa (las tijeras son la
haraganería del escritor, o su incapacidad para seguir adelante), o
difusos tratamientos de cualquier tema, bueno o malo; lo que en
realidad estropea a estos últimos es siempre la falta de
concentración, de "ataque". Y me parece que lo mejor
de Confabulario y de Varia Invención nace
de que usted posee lo que Rimbaud llamaba le lieu et la
formule, la manera de agarrar al toro por los cuernos y no, ay,
por la cola como tantos otros que fatigan las imprentas de este
mundo. Y por eso acabo de leer sus cuentos -y releer los que más me
gustan, y después superleerlos, que consiste en leerlos en el
recuerdo-, y estoy contento. No por una razón hedónica, o porque me
agrade saber que usted es un gran cuentista, sino porque vuelvo a
sentirme seguro de que usted, de que yo, y de que otros cuya lista me
ahorro porque usted la conoce de sobra, no estamos equivocados en el
enfoque del cuento que hemos elegido y por el cual seguimos andando.
Los franceses, por ejemplo, se equivocan de medio a medio en su
tratamiento del cuento. ¿Cómo decirlo? juegan al futbol en vez de
torear, someten la materia narrativa a una serie de evoluciones y
combinaciones complejas, a largo plazo, es decir, aplican la técnica
privativa de la novela y que en ella da resultados maravillosos (que
lo digan Balzac, Stendhal y Proust). Porque no ven -y esto es
capital- que el cuento es una cuestión de lenguaje formando cuerpo
con el relato, y entonces escriben sus cuentos exactamente con el
mismo lenguaje más o menos discursivo de la novela. Pero dando un
paso más abajo, no cuesta ver que ello sucede porque el impulso
motor del cuento es novelesco, y ahí está la gran macana como
decimos en la Argentina, ahí está la burrada sin perdón, creer que
un cuento, que es el diamante puro, puede confundirse con la larga
operación de encontrar diamantes, que eso es la novela. No me gustan
las fórmulas pero me parece que aquí tengo razón: un cuento es
siempre el vellocino de oro, y la novela es la historia de la
búsqueda del vellocino. La novela es una maravilla, pero su técnica
malogra el cuento. Todo esto se lo decía yo a Emma en otra carta,
pero me gusta repetírselo a usted al correr de la máquina, porque
además tengo las pruebas más sólidas posibles que son sus cuentos.
En sus libros hay cuentos de ensayo (y usted me lo previene en Varia
Invención, donde habla de "balbuceo"), donde se ve
cómo anda buscando el tono justo, y a veces no lo encuentra y el
cuento se queda con una pata en el aire ("El Fraude", por
ejemplo, y no sé si usted estará de acuerdo). Pero la casi
totalidad en los cuentos de ambos libros dan de lleno en el blanco.
Se lo siente desde la primera línea. No se puede decir cómo, es una
cuestión de tensiones, de comunicación. Yo creo que el
blanco debe sentir una cosa así, según que la flecha lo alcance en
los bordes (dos puntos) y el pleno centro (50 puntos, y a veces uno
se gana un pollo). Es fulminante y fatal. Y empiezo a leer "De
balística" -no crea que lo cito por asociación con las flechas
y el blanco-, o "El lay de Aristóteles", y se acabó:
instantáneamente pasa la corriente, se establece el circuito, y ya
se puede caer el mundo encima que no soy capaz de sacar los ojos de
la página. Yo creo que detrás de todo esto está ese hecho sencillo
(y por eso tan inexplicable) de que usted es poeta, de que usted no
puede ver las cosas más que con los ojos del poeta. Conste que no
insinúo que sólo un poeta puede llegar a escribir hermosos cuentos.
En rigor el cuento es una especie de parapoesía, una actividad
misteriosamente marginal con relación a la poesía, y sin embargo
unida a ella por lazos que faltan en la novela (donde la poesía vale
apenas como aderezo, y es siempre una lástima por la una y por la
otra).¿Cómo le vienen a usted los cuentos? Yo, que incurro además
en la poesía -por lo menos escribo poemas-, no he podido advertir
hasta hoy diferencia alguna en mi estado de ánimo cuando hago las
dos cosas. Mientras escribo un cuento, estoy sometido a un juego de
tensiones que en nada se diferencian de las que me atrapan cuando
escribo poemas. La diferencia es sobre todo técnica, porque los
"cuentos poéticos" me producen más horror que la fiebre
amarilla, y estoy siempre muy atento a que lo que ocurre en mis
cuentos proponga al lector una estructura definida, una realidad
dada, por irreal que sea para los ojos del lector de periódicos y
los seres con-los-pies-en-la-tierra (¿qué son los pies, qué es la
tierra?). Si encuentro en sus cuentos una fraternidad que me emociona
y me hace desear ser su amigo, es precisamente esa soberana frescura
con que planta usted sus árboles de palabras. Los planta sin el
rodeo del que prepara literariamente su terreno y "crea una
atmósfera", como si la atmósfera no debiera ser el cuento
mismo, la emanación irresistible de esa cosa que es el cuento. Un
Henry James es un gran cuentista, pero sus cuentos son siempre hijos
de sus novelas, están sometidos a la misma elaboración
circunstancial previa, esa técnica de envolver al lector antes de
soltarle el meollo del cuento. Cuando usted escribe "El
rinoceronte", le basta la primera frase (¡qué perfecta!) para
que uno se olvide que está sentado en un sillón en un segundo piso
de la rue Mazarine (una linda calle, créame) y que dentro de 10
minutos le van a avisar que la comida está pronta. El
"extrañamiento", el traspaso al cuento es fulminante.
Usted es una hormiga león, si son las hormigas león las que hacen
un embudo en la arena para que sus víctimas resbalen al fondo.
Cuatro palabras y zás, adentro. pero vale la pena ser comido por
usted.
Como
esta carta no es una reseña, no le hablaré en detalle de todo lo
que podría surgir de mis lecturas. Pero hay algo que, por ser tan
infrecuente en nuestra América, me interesa señalarle. Me gusta su
brevedad. Quizá con excepción del "El cuervero", tan
sabroso para un argentino que se queda maravillado de los giros, de
la plástica de ese idioma que hablan las gentes mexicanas, creo que
sus mejores cuentos son precisamente los cortos. Me asombra lo que
usted es capaz de conseguir con tan poca materia verbal. "Sinesio
de Rodas" por ejemplo -que como otras cosas suyas me hacen
pensar en Borges, y creo que no es poco decir-, y es conmovedor y
hermosísimo "Epitafio", que me trajo a mi François Villon
de cuerpo presente, enterito con toda su dolida humanidad que sigue
bailando aquí, cerca de mi casa, en las callejuelas de la place
Maubert, antiguo refugio de truhanes y putas opulentas y
sentimentales.
Podría
seguir diciéndole tantas cosas, pero no quiero aburrirlo. ¿Nos
veremos alguna vez? Si no viene usted por aquí, escríbame algún
día que tenga ganas. Yo le iré mandando lo que publique, que será
poco porque en Argentina las posibilidades editoriales están cada
día peor. En todo caso le mandaré copias a máquina. Y usted
también, mándeme sus cosas. Mi mujer, que ha leído sus cuentos con
la misma alegría que yo, se une a mí en el gran abrazo que le
enviamos, y que usted hará extensivo a Emma, tan buena e
inteligente, y a la muy encantadora Anita y a los Alatorre.
Su amigo,
Julio Cortázar
Publicada originalmente en la Revista de la Universidad de México (Año 2004, Número 1. Dedicado a: Julio Cortázar).
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